Bronco 1 - Rally 0
- Luciana Menichetti
- 23 oct 2020
- 4 Min. de lectura
Tengo identificadas las diferentes situaciones económicas que pasamos en mi familia por el calzado que fui teniendo.
Topper de lona suela de tenis, botitas Topper suela de básquet, Kickers en el espejismo menemista y entre medio, deduzco que en el año ochenta y seis u ochenta y siete, las Bronco.
Eran horribles. Con mi hermana más grande no éramos caprichosas ni exigentes con la ropa, entendíamos que había cosas que no se podían comprar, pero esas zapatillas venían a mostrarnos nuestro límite.
Las suyas eran azul, blanco y rojo. Las mías marrón, beige y crema. Azul tinta, marrón caca, beige deprimente. De toda la gama de marrones y azules los fabricantes se habían esmerado en elegir los más feos. De un cuero grueso, como si únicamente le hubiesen sacado los pelos, y de ahí, a la máquina de coser. La suela de goma dura, alta y pesada. Cordones oscuros las dos, anchos y opacos, desflecados en la punta al segundo día de uso. Todo eso le significaba a cada pie unos setecientos gramos de peso. Y otro detalle: como crecíamos rápido mi mamá nos compraba el calzado uno o dos números más grandes (yo llegué a usar cuarenta pero nunca calcé más que treinta y ocho).
Para completar la bronca que les teníamos a las Bronco (no se les escapaba nada a los fabricantes: bronco significa “áspero y tosco”), una mañana en la escuela, jugando al pega manos, salí corriendo y a la mitad del trayecto la zapatilla quedó inerte en el medio del patio de baldosas. Era esperable: físicamente era un desafío levantar ese bodoque con mis tobillitos, y mucho más, retenerlos con los pies flacos que aún tengo. Fue una pavada sin importancia que nos dio mucha risa a todos, pero el incidente demostró que además de feas e incómodas, no servían para lo más importante: jugar.
El alivio llegaba cada fin de semana cuando nos vestíamos con la ropa de los sábados. Si al día siguiente el plan era tranquilo, podíamos usarla de nuevo. Vestidos con florcitas, polleras escocesas, jardineros de jean, shoggings matelaseados, pulóveres tejidos por mi tía Tere, cuellitos de broderie, con las Topper o guillerminas. Si el plan era más aventurero usábamos zapatillas viejas con prendas que se pudieran ensuciar.
Muda para salir, muda para jugar y muda escolar. Las Bronco recién volvían a escena con la angustia del domingo a la nochecita. Las mudas de ropa marcaban los días, como las zapatillas las crisis.
Un sábado cualquiera, no recuerdo si nos juntábamos con alguien, salíamos o cenaríamos carne al horno con papas, mi mamá nos puso los vestidos de viyela floreados. Tenían moño en la cintura, voladito en los puños, florcitas, y eran ideales para girar inflando la parte de abajo. Pero lo mejor de todo era que las flores del mío eran rosita. Casi siempre nos vestían con la misma prenda en distintos colores, pero, además de que mi mamá no era muy amante del rosa, a mi hermana casi siempre le tocaba en tonos rojo, bordó o amarillo, y a mí, azul, celeste o verde. Esta vez me había tocado el rosa.
Ese vestido me hacía explorar un costado mío poco conocido: el del estereotipo femenino. Con can canes blancos y zapatitos haciendo juego practicaba movimientos nuevos, no me arrastraba por el piso y alimentaba el gusto por los juegos delicados. Como hacía frío, al día siguiente nos quedaríamos en casa, y podría seguir ejercitando hablar suave y cortés. Con viento a favor no pelearía con mis hermanas.
Pero mi papá improvisó un gran plan dominguero y nos invitó a ver el rally en las sierras. A mí me encantaban los autos de carrera y todas las cosas que le gustaban a mi viejo. Saldríamos al amanecer para poder entrar antes de que cerraran el circuito. Llevaríamos almohadas y frazadas en el auto para seguir durmiendo si teníamos sueño. Me dolió la idea de no seguir con el vestidito, pero la propuesta del rally era única.
Nos despertaron aún de noche y me levanté de un salto de la emoción. Mientras mi papá preparaba todo lo necesario para hacer asado, mi mamá preparaba conservadora, canasta y equipo de mate.
A los pies de la cama nos había dejado listo lo que teníamos que ponernos: camiseta, polera, pullover, jean, medias de toalla y las re contra mil detestadas Bronco. Un plan alucinante arruinado por esas zapatillas de mierda. No, no y no. En la escuela me las venía bancando, pero en el rally no. Una estupidez porque eran ideales para caminar en la tierra y treparme a las piedras, hasta me habrían protegido de picaduras de víboras o de una brasa caliente. Por fin su fabricación estaba justificada, pero se me cruzaron los cables, y yo, que siempre me había identificado con Laura Ingalls, me encapriché como Nellie Oleson.
Con las manos en la cintura interrumpí el trajín de mi mamá para decirle: _Yo con esas zapatillas no voy.
Y ella, rápida como un rayo, me fulminó: _Bueno, no vayas.
El orgullo a veces tiene connotaciones positivas, pero cuando se lo combina con ser terca como una mula, el orgullo es una pena. Mi mamá me había tirado esa respuesta para que yo no me pusiera pesada tan temprano, no me estaba desafiando.
Un rato después los veía alejarse en el Peugeot 504 celeste, tapados de entusiasmo y cosas con olor a camping. Vestida con florcitas rosas me tragaba el llanto, mientras mi abuela me agarraba de la mano para que entráramos a su casa.

Me trajiste de vuelta unos recuerdos de mi infancia también de zapatillas grandes, juegos y caprichos. Bello relato.