San Agustín
- Luciana Menichetti
- 12 may 2021
- 9 Min. de lectura
Lo que estoy por contarles es tan rebuscado como increíble, por eso les pido concentración para seguirme y fe para creerme.
Todo comenzó un 14 de febrero, cuando estando en Córdoba en la casa de mi hermana, activé Tinder haciendo match con quien de ahora en más denominaré “el acuariano”.
Surgió entre nosotros una fluida charla virtual y, al poco tiempo, la posibilidad de conocernos personalmente. Aprovechando la visita el fin de semana a una amiga que vive en Unquillo, de pasada por Córdoba haría un alto para compartir el almuerzo con él y seguir viaje.
Era un sábado espléndido de verano, de cielo soleado salpicado con nubecitas y aire agradable. Me bañé temprano, me vestí casual pero divina, preparé el bolso y partí en la camioneta, llena de entusiasmo y ansiedad. Era la segunda cita desde que me había separado.
A la altura de San Agustín, un pequeño pueblo a pocos kilómetros del mío, sentí que el motor perdía potencia, miré el tablero y vi que había levantado temperatura.
Puse balizas y estacioné en la banquina, resignada y frustrada. Llamé a mi papá, gran conocedor de motores, quien me indicó los pasos a seguir: “dejala enfriar, fíjate si perdió agua, agregale si hace falta y tratá de venirte despacio, controlándola. Si recalienta de nuevo parala y pedí una grúa”.
Le avisé a mi amiga que no podría ir y lo mismo le dije al acuariano. Cuando escuchó las razones y el plan, sin dudarlo me dijo:
_No te muevas de ahí, voy para allá.
Para que no me aburriera esperando me llamó por teléfono. Charlamos, nos reímos, insultamos la camioneta, escuchamos música, le describí dónde estaba parada y cincuenta minutos después de iniciada la llamada nos veíamos personalmente por primera (y última vez) al costado de la ruta 36.
Mientras nos escaneábamos con disimulo, abrimos el capó. Había perdido toda el agua.
_Entremos al pueblo y busquemos refrigerante en la estación de servicio. De paso almorzamos. Después te escolto hasta tu casa y si tenés ganas dejás la camioneta, nos vamos a Córdoba y de ahí te vas en colectivo a lo de tu amiga.
Dispuesta a cumplir con el objetivo de pasar un buen fin de semana y desobedeciendo al manual de conductas seguras de las aplicaciones de citas, acepté.
Las siete horas que pasamos juntos alcanzaron para que la comunicación se volviera más intensa aún. Hicimos planes de volver a vernos. Un día no puedo él, otro día no pude yo y otro día estábamos empezando una cuarentena por pandemia que se volvió lo que todos ya sabemos.
Durante el encierro, menos encontrarnos, pasó de todo. En mayo dejó de escribirme, en junio nos enviamos canciones, en julio lo bloqueé, en agosto me llamó, con la primavera volvieron las mariposas y en octubre nos confesamos las ganas enormes de repetir el encuentro.
Y entremedio de todo eso pude ver mucho de mí y la manera de vincularme con los hombres. Tantos meses con tiempo disponible los aproveché para mirarme a fondo, para leer y entender de dónde vienen esas conductas, para meditar y trabajarme a conciencia. Pasé por muchos estados, tan extremos como: “el acuariano es un pelotudo” y “gracias acuariano por todo lo que estoy viendo en mí gracias a vos”.
En noviembre me saludó por mi cumpleaños y en diciembre quedamos en vernos.
Él vendría a mi casa.
_Lo único que te pido _le supliqué intuyendo algo _es que si no vas a poder venir me avises con tiempo para poder activar otro plan. Después de tantos meses sin salir estoy aprovechando cada fin de semana.
Sábado a la tarde, sin noticias del acuariano, me subí a la camioneta con destino a Córdoba, a la casa de unos amigos. El cielo estaba raro, como con tierra o humo. Igual que mi cabeza y ánimo. Por más vueltas que le daba no lograba entender el comportamiento “afectivo irresponsable” de un tipo de más de cuarenta años. Pero una vez más traté de no juzgarlo y aprovechar la situación para crecer yo.
¿Por qué me sentía apegada a alguien que había visto una sola vez? ¿Por qué seguía esperando algo de él con todo lo que había pasado entre medio? ¿Cuánto era real, cuánto fantasía, cuánto expectativa, cuánto idealización? ¿A qué estaba realmente aferrada? ¿Por qué pasar el fin de semana con amigos había sido el plan B y no el A? ¿Sentía bronca o tristeza, por él o por mí?
Hay dos fuerzas que habitan en mí en constante tironeo (son más pero voy a explayarme sobre dos): pensamiento mágico versus pensamiento lógico.
Desde muy chica los números me despiertan curiosidad. El 27, y el 827 en particular, han sido muy significativos. Pero recién a principio del 2020, cuando el veintisiete se me empezó a aparecer de manera llamativa por todos lados, busqué su significado. Según encontré en internet este número se nos presenta para indicarnos que vamos por buen camino. Por eso a pesar de que la lógica, además de hermanas y amigas, hacía meses me venía diciendo que con el acuariano NO, mi lado mágico me había convencido de que debía sostener la relación porque su número de teléfono terminaba en 827. El buen camino no tiene por qué ser fácil, me repetía. El camino es bueno si conlleva aprendizaje.
Y así fue. Pasando por San Agustín, a 27 kilómetros de mi pueblo, la camioneta volvió a levantar temperatura dejándome varada en el mismo lugar, 270 días después y sin el acuariano dispuesto a rescatarme.
Le mandé un audio contándole con gracia la situación. La señal era indiscutible: había llegado nuestro final, tan de película como el principio.
Llevaba más de cuatro horas esperando el auxilio cuando se hizo de noche. De repente las luces de un vehículo frenando al lado mío me sacaron de la maraña de pensamientos. Bajé el vidrio para ver quién era. “¡El acuariano!” dijo mi mente mágica, pero no. Era un hombre preguntándome si necesitaba algo, que ya me había visto más temprano y vivía en un campo cerca de allí. Mi parte lógica me sugirió llamar a mi hermana para que me fuera a buscar y coordinar con el seguro para que la grúa fuera el domingo a la mañana. La mujer que me atendió estuvo de acuerdo con que era una decisión sensata y me pidió que redactara una nota autorizando a la grúa a transportar el vehículo, ya que yo iría en otro auto. Como una madre protectora también me recordó llevar la Tarjeta verde y las llaves de la camioneta.
A la mañana siguiente me levanté temprano para encontrarme con la grúa a las nueve. El día empezaba hermoso y ya no quedaba nada de la frustración del día anterior. Mientras me vestía, hacía el desayuno y me lo metía en el cuerpo pensé mucho en lo que había pasado. La certeza de que no era casualidad haber quedado varada ahí era el impulso que necesitaba para sacarme al fin al acuariano de la cabeza. Algo superior a mí me asistía y me ponía en esa situación para que no me quedaran dudas: lo que tenía para aprender con él había finalizado.
Cuando estuve lista para salir agarré nota, barbijo, dinero para el peaje, tarjeta verde, la cartera y la llave de la camioneta de mis padres. Y en ese instante me encontré con un dibujo. Era una de las ilustraciones que publico en Instagram. Me sorprendió mucho verlo ahí, sobre la mesada, debajo del portallaves, entre la heladera y el horno. Soy muy cuidadosa con ellos, los guardo en una caja en mi estudio, separado de la cocina por un patio interno. Mis hijos saben que no pueden tocarlos y ni siquiera les interesa. Por eso primero me quedé mirando el papel tratando de entender cómo había llegado hasta allí y luego me detuve en el contenido. De un lado de la imagen el personaje señala una torre de cubos que con prolijas letras negras forman la palabra LÓGICA. Del otro lado, el mismo personaje, con un pincel en la mano chorreando pintura rosa y la cara sonriente, muestra con orgullo que sobre las letras L y O pintó las letras M y Á, escribiendo la palabra MÁGICA. Seguí mirándolo mientras lo llevaba hasta su lugar. Me dio risa lo bien que me había salido el gesto divertido y un poco burlón de la mágica, muy distinto a la sonrisa sobria y un poco aburrida de la versión lógica. Amé con más fuerza de lo habitual mi lado mágico. Por todos lados aparecían señales si estaba atenta.
Salí de casa como en una nube y me encaminé hacia San Agustín. La luz de la mañana dándole de lleno a las sierras, los campos verdes, el aire aún fresco, la música y la sensación de que todo es perfecto y sólo hay que confiar, aceptar y fluir. Pasé el peaje, Las Bajadas y llegando a destino me di cuenta de que no llevaba las llaves de mi camioneta.
En la caja de dibujos de mi estudio la lógica sonrió y hasta pude visualizarla mostrándome su dedo mayor.
De la nube salió un rayo de la bronca. Pegué la vuelta con la cabeza tronándome fuerte. ¿Cómo podía ser tan distraída? ¡Tres cosas nomás tenía que recordar! ¡Nota, Tarjeta verde y llave! Insulté al acuariano, chillé por el dinero gastado en combustible, detesté al chico del peaje porque aunque le expliqué lo que había pasado me cobró igual y desprecié mi lado mágico hasta odiarme.
Deshice los 27 kilómetros, busqué la llave y subí otra vez a la ruta.
Manejé en silencio tratando de no pensar en nada. Cada vez que un pensamiento volvía a la carga, lo frenaba en seco. Para lograrlo puse todo mi esfuerzo en observar la ruta y escuchar el motor.
Ese ejercicio, sumado a la belleza y tranquilidad del paisaje, me fueron calmando de a poco y en algún momento recordé el dibujo. Me lo había encontrado en la mesada, justo debajo del portallaves. Tan identificada con mi lado mágico, no había podido ver que efectivamente el dibujo aparecía ahí por algo. La lógica y racional estaba pidiendo presencia y concentración para que viera las dos llaves colgando, la de la camioneta rota y la que me trasladaría al lugar.
Sentí vergüenza por haber menospreciado esa parte de mí. En el dibujo hasta la hice más fea. En la publicación en las redes, acompañando el dibujo había escrito: “Mi sol en Escorpio conviviendo casi pacíficamente con mi ascendente en Virgo”.
Pensé en mi abuelo Adolfo, virginiano, racional, ordenado, prolijo, perseverante. ¡Cuánto para aprender de él si me amigaba con mi costado lógico! De golpe sentí ganas de poner los pies en la tierra. Vi con claridad que para cumplir mis objetivos y sueños necesitaba aceptar e integrar esas dos energías que me habitan. A medida que avanzaba la espalda se enderezaba, la realidad se percibía prístina otra vez, registraba mi cuerpo y la respiración sintiéndome presente en la situación.
Y en ese momento vi el cartel de ingreso a San Agustín, en chapa recortada y pintado con flores. Por primera vez pensé en el santo. ¿Quién habrá sido? preguntó la lógica. ¿Habrá algo que aprender de él? curioseó la mágica.
Llegué hasta donde estaba la grúa, pedí disculpas por el retraso, esperé a que cargara la camioneta y me volví a casa.
Entré al estudio, prendí la computadora y escribí San Agustín en el buscador.
“San Agustín de Hipona, 13 de noviembre del 354 - 28 de agosto del 430”
… “Poco a poco fue cambiando de parecer hasta llegar a la conclusión de que razón y fe no están necesariamente en oposición, sino que su relación es de complementariedad” … “La fe y la razón son dos campos que necesitan ser equilibrados y complementados” …
Sin palabras ahora para describir lo que sentí en ese momento, seguí leyendo.
… ”A los racionalistas les respondió: Crede ut intelligas («cree para comprender») y a los fideístas: Intellige ut credas («comprende para creer»)”…
…”la fe y la razón se iluminan mutuamente. Mediante la sensación y la razón podemos llegar a percibir cosas concretas y a conocer algunas verdades necesarias y universales, pero referidas a fenómenos concretos, temporales. Sólo gracias a una iluminación … podemos llegar al conocimiento racional superior, a la sabiduría. Por otra parte, un discurso racional correcto necesariamente ha de conducir a las verdades reveladas”.
Había mucho para leer sobre San Agustín. Encontré frases sobre el amor y contenido que me agobió por su complejidad. Percibí lo cansada que me sentía. Demasiada información para asimilar en tan poco tiempo.
Me paré, estiré las piernas, los brazos, me acerqué a la ventana. Cerré los ojos. Respiré sintiendo cómo el aire entraba por la nariz y me inflaba por dentro. Escuché los pájaros y el ruido de la panza. Era hora de almorzar.
Volví hasta la computadora para apagarla. Antes de hacerlo la mágica sugirió revisar un detalle más, sólo por curiosidad. La lógica aceptó, ablandada por todo lo que acababa de leer, y se fijó en las fechas de nacimiento y muerte del santo. Las dos se rieron al mismo tiempo. San Agustín era escorpiano y falleció en agosto bajo el signo de Virgo.
Abrazadas, aceptando que la vida a veces se vuelve desopilante, me fui a cocinar tranquila.

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